miércoles, 24 de abril de 2013

El Concilio de Nicea I parte

PRIMER CONCILIO ECUMÉNICO DE NICEA. 


En Primer lugar vale la pena decir que Nicea es una ciudad de Macedonia lugar de Nacimiento del Emperador Constantino.
Fecha del Concilio: 325, Año del Señor.
Número de Padres Conciliares: 318.
Este concilio condenó a Arrio como hereje, puesto que Arrio enseñó que si un hijo es real, entonces un padre debería existir antes que el hijo; por esta razón es que el Padre Divino debió haber existido antes que el Hijo Divino; por ello hubo un tiempo cuando el Hijo no existió, de forma que el Hijo es una criatura de Dios Padre, la más grande, la más antigua y la más perfecta en todo el mundo.
Este Concilio Ecuménico lo presidió el emperador Constantino.



El siglo IV asistió a una de las grandes revoluciones en los acontecimientos del mundo: el reconocimiento del cristianismo por parte del Imperio romano. Aunque no era cristiano, Constantino atribuyó al Dios de los cristianos y al signo de la cruz, que había visto en sueños la noche anterior, la victoria en la batalla decisiva que iba a llevarle al trono imperial. Para colmo y regocijo de los cristianos, en el 313 d.C. este taimado maestro de la realpolitik, junto con Licinio, augusto como él, garantizó la libertad religiosa ilimitada para todo el imperio. Además, en el 315 se abolió el castigo de la crucifixión, en el 321 se introdujo el domingo como festividad oficial y se aceptó que la iglesia disfrutara de su patrimonio y, por último, en el 325 se convirtió en Emperador único de la totalidad del Imperio, convocando, a la sazón, el primer concilio ecuménico – esto es, universal – que se celebró en su residencia de Nicea, en Bizancio.

Es evidente que el hecho histórico más relevante en el siglo IV, tras la restauración del Estado llevada a cabo por Dioclesiano, es la conversión del cristianismo en el catolicismo, siendo, de la noche a la mañana, la religión sociológicamente dominante del mundo mediterráneo. Si a principios de siglo el cristianismo no deja de ser una más de las tantas religiones de salvación de origen oriental existentes en el Imperio, mediado el mismo y tras su reconversión en catolicismo, se transforma en una marea que lo engulliría, mediatizaría y estrangularía todo, desde la misma sociedad, hasta la cultura y, por supuesto, la política. Ese cambio, sin embargo, no se produjo sin una profunda crisis que queda reflejada en el pensamiento histórico y literario de la época.

Esto sería inexplicable sin la figura de Constantino (306-337) como emperador de oriente. Es más, si el reinado de Constantino no hubiera tenido lugar, el catolicismo no existiría. Como figura histórica Constantino vive una época convulsa y tremendamente complicada, lo que refuerza su imagen de hombre inteligente que no sólo fue un gran militar y estratega, sino también un político hasta la médula. Todo ello sin obviar el carácter severo, violento y de ostentación que marcaron a casi todos los emperadores del imperio.

Hay que trasladarse hasta el 1 de mayo de 305, cuando Diocleciano abdica, para ver a las claras como la crisis del sistema llamado Tetrarquía (dos césares y dos Augustos) se hace evidente. La retirada de los dos Augustos implicaba de forma directa la trascendencia del poder imperial, no inherente a quien lo ejerciera. Por lo tanto, los dos Césares pasaron a ser Augustos (Constancio y Galerio, ostentando aquel el titulum primi nominis, la preeminencia moral sobre el título de Emperador), y se nombran dos nuevos Césares: Maximino para oriente y Severo para occidente. El equilibrio del sistema es precario, siempre lo fue, pero ahora lo es más que nunca. El mecanismo de poder, mal fundamentado por Diocleciano, mezcla dos reglas incompatibles: la elección subjetiva y arbitraria del aspirante - derecho de este en el sistema de sucesión del Augusto-, y el automatismo propio del sistema monárquico - hereditario por primogenitura-. Esto sólo dio lugar a una serie de luchas, principalmente por la exclusión del sistema en el 305 de los hijos de aquellos que fueron Augustos y Césares. En ese alzamiento, Constantino, hijo de Constancio, logra controlar la Galia e Hispania, siendo nombrado César por Severo - quien termina siendo asesinado por los propios pretorianos que nombran Augusto a Majencio, hijo de Maximiano-. Para terminar de arreglar el desaguisado Diocleciano nombra a un Augusto occidental por su cuenta, Licinio, en 308.

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