Una vez que las autoridades eclesiásticas obtienen el
derecho legal de destruir cualquier obra escrita que se opusiera a las bases
sentadas en Nicea, entre los siglos III y VI, bibliotecas enteras fueron
arrasadas hasta los cimientos, escuelas dispersadas y confiscados los libros de
ciudadanos particulares a lo largo y ancho el imperio romano, so pretexto de
proteger a la iglesia contra el paganismo. En el siglo V la destrucción era tal
que el arzobispo Crisóstomo escribió con satisfacción: "Cada rastro de la
vieja filosofía y literatura del mundo antiguo ha sido extirpado de la faz de
la tierra" - Lloyd Graham, Deceptions and myths of the Bible, Nueva York,
Citadel Press, 1991-. Se establece la pena de muerte para cualquier persona que
escribiera libros que contradijeran las doctrinas de la iglesia. En la lista de
aquellos que participaron en ello hay muchos nombres de los
"doctores" de la iglesia. El propio Gregorio, obispo de
Constantinopla y último doctor de la iglesia, fue un activo incinerador de
libros. La construcción de iglesias sobre las ruinas de los templos y lugares
sagrados de los paganos no sólo se convirtió en una práctica común sino también
obligada para borrar por completo el recuerdo de cualquier culto anterior. Sin
embargo, hubo cierta justicia poética en todo ello. En Egipto, ante la
imposibilidad material de demoler las grandes obras de la época faraónica o de
borrar los jeroglíficos grabados en la piedra, se optó por tapar los textos
egipcios con argamasa, lo cual, lejos de destruirlos, sirvió para conservarlos
a la perfección hasta nuestros días y eso ha permitido que tengamos un
conocimiento de antiguo Egipto más detallado que el de los primeros siglos de
nuestra era y, lo que es más importante, aquellos jeroglíficos preservaron la
verdad, ya que contenían la esencia y el ritual del mito celeste que,
casualidades de la vida, tiene una enorme similitud al mito evangélico.
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