El periodo imperial
Desaparecido el Imperio carolingio, el autoproclamado rey
de Italia, Berengario II, amenazó las posesiones
eclesiásticas. El papa Juan XII requirió el amparo de Otón el Grande, quien doblegó al
hostigador y entró triunfante en Roma. Allí, en laBasílica de San Pedro, el papa restableció la
dignidad imperial, coronando a Otón como emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico el 2 de febrero de 962, mientras que Otón, por su parte,
ratificó la potestad de la Iglesia sobre los Estados Pontificios mediante
el «Privilegium Othonis».
La Italia meridional nunca formó parte de los Estados
Pontificios, pero sí estuvo sujeta a vasallaje de éstos durante el periodo
de dominación normanda. En 1059, mediante el
concordato de Melfi,
dimanado del concilio celebrado en esta ciudad, el papa Nicolás II otorgaba a Ricardo
de Aversa la investidura del principado de Capua, y a Roberto Guiscardo la del ducado de Apulia y de Calabria, así como, para un futuro, del señorío
de Sicilia. Como contrapartida a la unción papal con
que se vieron dignificados, se comprometían éstos a prestar vasallaje al sumo
pontífice en todo momento. Roberto Guiscardo se mostró imparable en sus conquistas y en pocos años
ocupó toda Sicilia y tomando a los musulmanes Palermo y Mesina, y a los bizantinos directamente Bari y Brindisi,
y bajo su soberanía teórica Amalfi y Salerno. Cuando en 1080 Gregorio VII precisó el auxilio militar del normando le otorgó su apostólico beneplácito
a las conquistas a cambio de una formal declaración de vasallaje hacia la Santa
Sede sobre todos los territorios ganados.
En las postrimerías del pontificado
de Inocencio II, hacia 1143, coincidiendo con el
movimiento reivindicativo municipal que se extendía por todas las ciudades de
Italia, el Senado romano se hizo con buena
parte del poder civil de los papas. El sucesor de Inocencio, Lucio II intentó restablecer por las armas el
orden anterior y atacó el Capitolio al frente de un ejército, pero el
Senado le infligió una severa derrota. Arnaldo de Brescia se puso al frente
de la revolución popular y senatorial romana. Bajo su liderazgo se pidió que el
papa depusiera todo poder temporal, y que él mismo y el resto del clero
entregasen sus posesiones territoriales. Roma se apartó de la obediencia civil
al papa y se declaró nueva república. Federico Barbarroja devolvió al
papa Adriano IV el gobierno de los
Estados Pontificios cuando, deseando ser coronado emperador en Roma de manos
del pontífice, entró en 1155 en la ciudad con
un potente ejército y apresó y ejecutó a Arnaldo de Brescia. No obstante, fue
el propio Federico quien, en aras de una política expansionista que aspiraba al
control de toda Italia, puso años después a los papas en grave riesgo de perder
sus posesiones.
Inocencio III dio un impulso decisivo a la
consolidación y engrandecimiento de los Estados Pontificios. Sometió
definitivamente al estamento municipal romano y privó de poderes al senado de
la urbe. Recuperó el pleno dominio de aquellos territorios pertenecientes
al patrimonio de San Pedro que el emperador
había entregado a mandatarios germánicos, expulsando a los usurpadores de
la Romaña,
del marquesado de Ancona, del ducado de Spoleto y de las ciudades de Asís y de Sora. Por la fuerza de las armas precedida
de la excomunión eclesiástica se incautó de los territorios en litigio que
habían constituido las posesiones de la condesa Matilde de Toscana y que,
presumiblemente, habían sido legados como herencia a la Santa Sede, pero que
permanecían en posesión de vasallos del emperador. De esta forma obtuvo el
reconocimiento por parte de las ciudades de Toscana de su soberanía, y con ello el norte
de Italia sacudía el dominio germánico y caía bajo la órbita de la autoridad
pontificia.
Por añadidura, como consecuencia de la
cruzada llevada a cabo contra los albigenses en el Mediodía francés, había logrado de Raimundo VI de Tolosa la cesión de siete
castillos en la región de Provenza, patrimonio que se incorporó al de la
Iglesia y que luego, en 1274, sería trocado mediante
acuerdo entre Gregorio X y el rey Felipe III el Atrevido por el condado de Venasque, región que comprende las
tierras que se extienden entre el Ródano, el Durance y
el Monte Ventoux.
Los Estados Pontificios volvieron a pasar
por un difícil trance durante el imperio de Federico II (1215-1251). Dueño del reino de
las Dos Sicilias e incorporadas al
imperio Lombardía y Toscana tras la
derrota de la liga lombarda en 1239, Federico se propuso
anexionar igualmente el patrimonio de San Pedro para acaparar el
dominio de toda Italia. Marchó sobre Roma, de donde se vio obligado a huir el
papa Gregorio IX, se paseó desafiante y
sin oposición por toda Italia, nombró gobernador del territorio peninsular a su
hijo Enzio y él mismo se erigió en señor de los Estados Pontificios. El
año 1253, dos después de la muerte del emperador, el
papa Inocencio IV pudo regresar a
Roma desde su exilio francés y retomar el gobierno de la ciudad y del resto de
los dominios eclesiásticos.
Los Estados Pontificios no podían
sustraerse a los acontecimientos que se estaban produciendo en la convulsa
Italia de mediados del siglo XIV. Sin contar con la desvinculación de
algunos feudos tradicionales de la corte romana, como Sicilia, en poder ahora
de la Corona de Aragón, o el reino de Nápoles, bajo la autoridad de la casa de Anjou, el propio estado pontificio estaba en
descomposición. Así lo ponían de manifiesto casos como el de Giovanni
di Vico, que se había erigido en señor de Viterbo tras hacerse con una extensa zona
territorial perteneciente al papa; o el de la insumisión en que se encontraba
el ducado de Spoleto; o el de la fáctica
independencia del marquesado de Ancona; o el de la privatización de Fermo llevada a cabo
por Gentile de Mogliano y la de Camerino por Ridolfo de Varano; o el de la abierta
rebeldía de los Malatesta; o el de Francesco degli Ordelaffi,
que se había hecho con una gran parte de la Romaña; o el de Montefeltro que
señoreaba los distritos de Urbino y Cagli; o el de la ciudad de Senigallia
apartada de la obediencia papal; o el de Bernardino y Guido de Polenta, que se
habían adueñado de Rávena y de Cervia, respectivamente; o el de Giovanni y
Riniero Manfredi que habían hecho lo propio con Faenza;
o el de Giovanni d’Ollegio que mantenía bajo su posesión la ciudad de Bolonia.
Era precisa una actuación resuelta y
aplastante contra todos aquellos rebeldes si se quería reunificar el patrimonio de San Pedro. Aprovechando la
presencia en Aviñón del español Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo y avezado militar, que había participado con las
huestes de Alfonso XI de Castilla en la Batalla del Salado y en el sitio de
Algeciras, Clemente VI le elevó al
cardenalato y le confió la misión de reclutar un ejército. Dos años después
(1353), entronizado ya Inocencio VI, portando una bula por la que se le
nombraba legado papal plenipotenciario para los Estados Pontificios, se aplicó
Gil de Albornoz a la misión encomendada, consiguiendo militarmente todos sus
objetivos. Recuperó cuantos territorios habían sido usurpados y doblegó a los
altivos cabecillas de la insubordinación italiana; los estados de la Iglesia
volvían, agrupados, a la obediencia del papa. Albornoz también redactó y puso
en práctica el primer marco jurídico específico para los Estados Pontificios,
las Constitutiones Aegidianae (las Constituciones Egidianas
–por Egidio, esto es, por Gil) que siguieron en funcionamiento hasta los Pactos de Letrán (1929) que fundan la Ciudad del Vaticano.
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