La época del Renacimiento
En los albores del siglo XVI, cuando las naciones europeas conseguían
unificarse y sus monarcas asumían el poder absoluto de las mismas, no era la iglesia de
Roma la única que advertía que la descomposición multiseñorial italiana y las
pugnas entre sus heterogéneos y mal avenidos estados eran caldo de cultivo para
las intervenciones de franceses, alemanes y españoles, ni tampoco era la única
que temía, de otra parte, que la implantación de un estado único nacional le
privara de los derechos gubernamentales sobre su propio territorio, lo que, en
el caso de la iglesia, supondría la pérdida de su jurisdicción temporal. A cada
príncipe italiano, y al papa como otro más de los jefes de estado, sólo le
hubiera satisfecho ser él el líder unificador de toda la península en torno a
sus dominios; pero la iglesia, por su talante ecuménico y su tradición
teocrática universal, estaba en mejores condiciones que sus posibles
competidores para llevar a cabo aquel cometido. Con este ánimo de potenciales
monarcas absolutos de una Italia unida y centralista ejercieron los papas renacentistas su jefatura de estado.
La singularidad de Alejandro VI (el papa Borgia)
estriba en que concebía la organización papal como una monarquía personalista y
ansiaba la formación de un reino centroitaliano desvinculado de la Santa Sede,
cuya corona descansase sobre la cabeza de alguno de sus hijos. A tal efecto,
decidió subyugar a los tiranos locales, vasallos nominales de Roma pero que
gobernaban a su antojo sus respectivos feudos. Con su hijo Juan de Borja
y Cattanei, II duque de Gandía, a la cabeza de los
ejércitos pontificios fueron cayendo los castillos de Cervetri, Anguillara,
Isola y Trevignano, acciones por las que le nombró duque de Benevento y señor
de Terracina y Pontecorvo. Cuando Juan murió asesinado, el papa encomendó la
capitanía de sus ejércitos a otro de sus hijos: César Borgia. Con la ayuda militar francesa, Cesar
tomaba en 1499 las ciudades deImola y Forlì gobernadas por Catalina Sforza, y luego la de Cesena. Más tarde se apoderó de Rímini, señoreada por
Pandolfo Malatesta y de Faenza, de Piombino y
su anexa Isla de Elba, de Urbino, Camerino,
Città di Castello, Perusa y Fermo, y por fin
de Senigallia. De todo ello pasaba a ser dueño el hijo del papa a quien éste
había nombrado soberano de la Romaña, Marcas y Umbría.
El empeño del papa Julio II (1503-1513) consistió en devolver
a la Iglesia las posesiones de que los Borgia se habían apropiado. En algunos
casos lo consiguió con facilidad; en otros por la fuerza de las armas. Perusa y
Bolonia quedaron reintegradas en los Estados Pontificios de esta manera
en 1506. Venecia amenazaba con competir con el Vaticano por el dominio de
Italia; para atajar este peligro, Julio II formó la Liga de Cambrai con la intervención de Francia, España, el Sacro Imperio, Hungría, Saboya, Florencia y Mantua. Venecia no pudo oponer resistencia a tan potente
enemigo y resultó derrotada en la batalla de Agnadello en 1509, dejando al papa sin
rival. Con la ayuda de España trató luego de desembarazarse de la presencia en
suelo italiano de los franceses, dueños de Génova y Milán. Lo consiguió tras dura
lucha, pero lo que nunca lograría es liberar a Italia del dominio español que
perduraría intensa y prolongadamente, en especial durante los reinados de Carlos I y Felipe II, aunque éstos nunca
acrecentaron sus posesiones a costa de los Estados Pontificios. Por el
contrario, Felipe II, si bien contra sus deseos, no impidió que el papa Clemente VIII anexionase a los bienes de la
Iglesia la ciudad de Ferrara en 1597.
Movimientos revolucionarios
El condado Venesino y Aviñón pertenecían a los Estados Pontificios, formando
un enclave en suelo francés. Estas posesiones fueron confiscadas durante
la Revolución francesa, siendo papa Pío VI (1775-1799).
La invasión napoleónica de Italia en 1797 no se detuvo ante
las puertas de Roma: un año después las tropas francesas entraban en la ciudad.
Unidos a los franceses, los revolucionarios italianos exigieron del papa la
renuncia a su soberanía temporal. El 7 de marzo de 1798 se declaró
la República
Romana y el papa fue apresado y deportado a Francia. Napoleón Bonaparte quiso regularizar
las relaciones con la Iglesia, lo que quedó plasmado en el Concordato que Francia y la Santa
Sede firmaron en 1801. El papa –lo era
entonces Pío VII– regresó a Roma, de
donde retornó a París para coronar
emperador a Napoleón en 1804. Pero pronto el papa
supuso un estorbo en los planes del emperador, quien en 1809 se adueñó de los
Estados Pontificios, los incorporó al Imperio francés y retuvo a Pío VII
como prisionero en Savona. Tras las derrotas de
Napoleón, el papa pudo retomar sus posesiones en 1814, siendo reconocida en
el Congreso de Viena de1815 la pervivencia de
los Estados Pontificios dentro del nuevo orden europeo, aunque con una ligera
merma territorial que fue a parar a poder del Imperio austríaco.
El espíritu revolucionario francés se
extendió también por Italia. En 1831, el mismo año en que
era nombrado papa Gregorio XVI, estalló un levantamiento en Módena, seguido de otro en Reggio y poco después en Bolonia, donde se arrió la
bandera papal y se izó en su lugar la tricolor. En cuestión de semanas todos
los Estados Pontificios ardían en la hoguera revolucionaria y se proclamaba un
gobierno provisional. En torno a la Marca se creaba el «Estado de las
Provincias Unidas» de la Italia central. Gregorio XVI no contaba con efectivos
militares suficientes para contener un movimiento de aquellas proporciones;
necesitó de la ayuda extranjera, que en esta ocasión le vino de Austria. En
febrero de 1831 las tropas austriacas entraban en Bolonia
forzando la salida del «gobierno provisional» que se refugió en Ancona; en dos
meses la rebelión quedó de momento sofocada. Con verdadera urgencia se dieron
cita en Roma representantes de Austria, Rusia, Inglaterra, Francia y Prusia, las cinco grandes potencias del momento, para
analizar la situación y elaborar un dictamen sobre las reformas que a su juicio
era necesario introducir en la administración de los Estados Pontificios. No
todas las sugerencias realizadas en tal sentido fueron aceptadas por Gregorio
XVI, pero sí las suficientes como para que los cambios en materia de justicia,
administración, finanzas y otras fuesen palpables.
A pesar de ello, estos pequeños logros no
fueron suficientes para satisfacer las demandas de los exaltados
revolucionarios. A finales de ese mismo año de 1831 la rebelión se propagaba
otra vez por los estados de la Iglesia. Las tropas austriacas, cuya presencia
constituía una garantía de estabilidad y orden, habían regresado a sus bases de
origen; fue preciso pedir de nuevo su intervención, cosa que llevó a cabo
solícitamente el general Radetzky. Unidas sus fuerzas a las del papa fue
tarea fácil tomar Cesena y Bolonia, focos de la protesta revolucionaria.
Francia, por su parte, desplegó algunos destacamentos en Italia y ocupó Ancona
que fue desalojada en 1838. Después de unos años
de calma la agitación revolucionaria se hizo notar en 1843 en Romaña y
Umbría. En 1845 fuerzas sublevadas se apoderaron de la ciudad de
Rímini. Pudieron ser desalojadas aunque no reducidas, de forma que, si bien
abandonaron Rímini, llevaron la revolución a Toscana.
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